martes, 1 de mayo de 2012

Parte V: 26 y 27 de noviembre - Milford Sound y Queenstown

El fiordo de Milford es uno de los lugares más emblemáticos de Nueva Zelanda. La belleza de la carretera por la que se accede a él desde Te Anau (pronunciado "Tiano") es sólo el aperitivo de un lugar increiblemente bello, al menos para alguien como yo, que no conoce los fiordos noruegos. Milford Sound sólo tienes dos pegas...una son las sandfly, una especie a medio camino entre el mosquito y el tábano, y otra es que llueve prácticamente siempre...nosotros tuvimos la suerte de llegar a Milford un día de sol espléndido, sin una sola nube en el cielo.

Como comentaba, la Milford Highway ya es de por sí una bella carretera, pero hay que tener cuidado de poner los ojos en el asfalto y no en los paisajes, ya que el nombre es otra muestra del humor kiwi...es una carretera estrecha de curvas y bastante tráfico, con un túnel angosto regulado por semáforo, el Hommer Tunnel. Lo cierto es que las cosas que se leen por internet son una exageración. El único peligro de la carretera es la cantidad de caravanas de turistas poco acostumbrados a conducir vehículos de tanto peso por carreteras de montaña, pero el tunel no es peor que cualquiera del Pirineo como el de Bielsa o el de Vielha. Lo que sí hay que tener en cuenta es que se trata de una carretera sin salida, se rodean los Alpes neocelandeses hasta el fiordo, unos 120km desde Te Anau y hay que volver por el mismo camino, pero sin duda merece la pena.




En uno de los miradores al lado de la carretera conocimos por fin a los Kea, unos loros autóctonos a los que te avisan por activa y por pasiva que no hay que darles de comer, ya que se están olvidando de cazar al obtener todo su sustento de lo que les dan los turistas. Lo cierto es que son listos como ellos solos, y en cuanto ven que vas a abrir la puerta de la caravana se suben al espejo retrovisor esperando el momento para entrar y buscar comida.


Tras dos horas de disfrute por la Milford Highway llegamos al fiordo. Buscamos el mostrador de la empresa con la que teníamos contratado el crucero y esperamos veinte minutos escapando de las sandfly. Parece ser que son unos mosquitos autóctonos que no han desarrollado el analgésico adecuado para pasar distraídos mientras te succionan la sangre, de modo que te duele como una picadura de tábano. El caso es que compramos un par de potingues con nombres tan esperanzadores como "Goodbye Sandfly" y parece que hicieron efecto, porque sólo sufri tres o cuatro mordiscos, y a Sonia ni la tocaron.


El crucero te lleva desde el corazón del fiordo hacia alta mar, con vistas espectaculares a decenas de cascadas, colonias de focas, acantilados...incluso vimos pingüinos a cierta distancia, que enseguida desaparecieron bajo el mar. 





En el fiordo de Milford hay una capa de agua dulce debida a la cantidad de precipitaciones que acumulan las montañas que lo rodean, de modo que la flora subacuática es tremendamente rica y característica. De todos modos lo que hay en la superficie es más que suficiente para dejar embobado a cualquiera. El momento culminante tiene lugar cuando el catamarán se coloca bajo una cascada. Sencillamente impresionante.


Nos esperaba un largo camino de vuelta a Queenstown, de modo que tuvimos que seleccionar entre las muchas caminatas cortas de la zona, y elegimos la subida al Key Summit, partiendo desde The Divide, en lo que sería el arranque del Routeburn Track desde este lado de los Alpes neocelandeses. Sonia no se encuentra muy bien y se queda descansando, de modo que decido subir corriendo y hacer hueco para la Ferburger que inevitablemente va a caer por la noche. En la cima conozco a una pareja de alemanes de Munich que van a hacer el Routeburn entero. Les aviso de que está cerrado y van a tener que dar vuelta el segundo día de ruta. Se ponen a discutir entre ellos sobre si seguir o no. Al final creo que siguieron...


 

En 1h15m estoy abajo, según el GPS son 7,5km y 434m de desnivel. Arrancamos la caravana y emprendemos el camino de vuelta a Queenstown que se hace laaaaaargo. Es el primer día en el que acabo harto de conducir desde que estoy en Nueva Zelanda. Al menos llegamos a tiempo para conocer por fin Queenstown. Nos tomamos nuestra tercera Fergburger consecutiva y un Hokey Pokey, uno de los clásicos helados kiwis pero demasiado dulzón para mi gusto. Damos un paseo por la ciudad hasta el anochecer, nos gusta lo que vemos, y decidimos pasar el día siguiente de relax en Queenstown.



Si tengo que elegir un lugar donde me hubiese gustado vivir cuando tenía 18-20 años, ese es Queenstown. La edad media de sus habitantes es bajísima, hay un ambiente estupendo y se respira deporte por las cuatro esquinas. Queenstown en invierno es el centro neurálgico de los deportes blancos en la isla sur, con cuatro estaciones de esquí en su alrededores, y en verano se convierte en el lugar ideal para hacer todo tipo de deportes de riesgo, no en vano es el lugar donde nació el "puenting", allí llamado Bungee Jumping. Sonia dice que bastante aventura va a ser superar su pánico a hacer kayak en el Abel Tasman National Park, así que me olvido de hacer jetboat, barranquismo, downhill en MTB o parapente.


Tomamos la Góndola (un telecabina que sube a un monte encima de la ciudad) y arriba disfrutamos de las vistas antes de hacer un par de bajadas de Luge, que no es más que una especie de híbrido entre carricoche y trineo. Lo bueno del tema es que como hay bastante pendiente en algún tramo con curvas, te permite bajar tranquilamente o darle caña incluso hasta correr peligro de salirte en alguna curva. 


Para bajar a la ciudad me planteo hacerlo en parapente "duplex", con el monitor atado a tu espalda y manejando el cotarro, pero al final me parece que tirarme una sola vez es un poco "turisteo" y lo dejo para otra ocasión en la que tenga tiempo de recibir clases y tirarme varias veces.

Comemos en The Cow, un sitio recomendado por la Lonely Planet, un plato de pasta muy rico y un pan de ajo gigante, compramos unos recuerdos, pasamos las fotos a DVD y tomamos dirección Wanaka.

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